La obsesión del cine por atrapar el tiempo data de tiempos inmemoriales. En definitiva, esas imágenes que pasan frente a nuestros ojos a 24 fotogramas por segundo son tiempo y espacio condensados. Nada más ni nada menos que eso. Por eso paradójicamente cuando el cine pretende captar la vitalidad de la vida; dar rienda a ese devenir inevitable, la mayoría de las veces lo hace con el registro de los tiempos muertos. Esos segmentos donde en apariencia no pasa nada en pantalla, salvo el humo de un cigarrillo en un café, una charla banal o simplemente un personaje que contempla el presente sin más que la soledad de un paisaje en un ocaso o atardecer.
Richard Linklater siempre se preocupó por el presente en sus películas y de esa preocupación por resonancia surge el tiempo y el paso del tiempo como un problema. Lo efímero y lo fugaz de una relación entre dos desconocidos en un tren era el corazón de la primera parte de la trilogía Antes del amanecer. En la segunda y tercera parte ya era el paso del tiempo lo que erosionaba la relación entre esos desconocidos que luego terminaron siendo pareja, maduraron, tuvieron sus crisis, vivieron, tuvieron hijos, fueron padres y envejecieron. Crecer es envejecer y no al revés; es la aventura inexcusable hacia un final anunciado y entonces lo que resta es transitar, transcurrir y devenir minuto a minuto, año a año.
Boyhoodes un film cuya particularidad es haber mostrado el paso del tiempo en sus actores, sin artificio en la puesta en escena o maquillaje para representar el cambio del cuerpo o el aspecto físico. La experiencia planteada desde el punto de vista cinematográfico significa para el público un viaje desde la particular mirada de un director auto consciente de las limitaciones del cine para explorar la vida pero siempre a través del punto de vista de un niño - Ellar Coltrane- que comenzó el rodaje a los 7 años y lo terminó promediando los 19. El primer plano del cielo, observado desde la subjetividad de los ojos inocentes que da comienzo a esta aventura cinematográfica deja plasmada la idea de la transformación que implica crecer en un mundo de adultos.
Las elipsis para marcar las transiciones se acumulan en la fluidez sin generar cortes abruptos para que la experiencia no se contamine con el artificio. Cuando el film fluye en esa acumulación de situaciones cotidianas, algunas dramáticas siempre provenientes del entorno, expandidas en lapsos de tiempo donde la música de la banda sonora es primordial como complemento narrativo y sensorial es en los instantes en que el cine de Linklater se hace transparente y la puesta en escena no parece construida sino descubierta en ese espacio cinematográfico.
Vale decir que ese cielo ya estaba antes de Linklatery su cámara y seguirá allí aunque el director no esté presente para capturarlo. La sutileza y la clausura de cualquier intervención en el relato es lo que acomoda a Boyhooden un tipo de cine que no parece moderno pero a la vez lo es.
Habría que preguntarse si la cotidianeidad resiste una épica o si en definitiva quien hace de la cotidianeidad algo épico es la mirada con la que se retrata lo simple y lo sencillo. Son apenas los retazos de doce años, condensados en casi tres horas, aquellos que pueden encontrar una respuesta a la pregunta: se puede filmar el tiempo.