En El Gran Hotel Budapest prevalece por un lado la idea de juego o el aspecto lúdico como puntapié para trazar un enorme fresco narrativo de amplias texturas, las cuales pueden reconocerse capa tras capa. Es indiscutible a esta altura la capacidad e inventiva del director estadounidense para crear universos despojados de toda condición realista y donde la imaginación se encuentra al servicio de los personajes y de los detalles que componen el teatro de operaciones donde se ejecuta milimétricamente una obra, en la que cada pieza encaja y nada parece librado al azar a pesar de transmitir en ese juego constante de caos creativo todo lo contrario.
Decir estas palabras para introducirnos en la propuesta de El Gran Hotel Budapest simplemente es avanzar medio centímetro en un campo minado de sorpresas, que estallan en el momento menos esperado y de la manera menos convencional posible. Y allí la impronta literaria y por supuesto la capacidad narrativa de Anderson son las principales herramientas para ir deshilvanando una madeja compleja de historias, tramas, subtramas y conocer más de 16 personajes para anclar el relato hacia un tipo de cine que parece no reconocer el paso del tiempo pero que por su conjunción y mezcla de elementos y recursos no resulta viejo o reflejo de otro cine más vetusto, aunque tome prestado ciertos elementos o estilos que hoy se encuentran en peligro de extinción. Así por ejemplo, las comedias al estilo Ernst Lubitsch surgen como uno de los indicios que se repiten en el modelo andersoniano de cine o la inocencia del folletín rosa para introducir pequeñas gestas heroicas de personajes sencillos o chapados a la antigua si se permite el término.
No obstante, sin intenciones de clausurar el relato en una sola dirección podemos decir que El Gran Hotel Budapest es la historia de un mentor y su discípulo o la de un padre con un hijo del corazón, que hacen de lo cotidiano de sus vidas una aventura a partir de la evocación de sus vivencias pasadas ante interlocutores posibles y dispuestos a creer lo que cuentan. Ese es el acuerdo tácito entre Wes Anderson y su público: la entrega a ese verosímil artificial capaz de desplegar historias deslumbrantes e impredecibles como las que viven el señor Gustave H. -Ralph Fiennes- y su fiel protegé Zero Moustafa -Tony Revolori- quienes en pleno clima bélico se ven involucrados en el robo de un cuadro invaluable perteneciente a las riquezas de una millonaria -Tilda Swinton-, quien además de ser amante de Gustave aparece muerta en circunstancias extrañas que sindican al conserje británico como uno de los posibles autores materiales de su asesinato al aparecer sorpresivamente como heredero de su gran fortuna, hecho que despierta la furia de los parientes, en especial su despiadado hijo -Adrien Brody- dispuesto a cualquier cosa para eliminar a todo heredero potencial.
Pero como anteriormente se dijo, El Gran Hotel Budapest de Wes Anderson toma como punto de partida la narración de los hechos a través del punto de vista de sus propios protagonistas, que aparecen representados por la voz en off que se intercalará a medida que la acción avance y mute a distintas épocas o direcciones donde entran en juego tanto los géneros del espionaje, la sátira y por sobre todas las cosas la comedia entendida desde su esencia más allá de la cáscara del humor o el gag físico en particular.
Sin llegar a desatarse formalmente el mecanismo de las cajas chinas o las muñecas rusas en relación a lo narrativo, es más preciso encontrar el término de yuxtaposición para el despliegue que Wes Anderson encara en El Gran Hotel Budapest una ventura cinematográfica que transcurre en un país ficticio de Europa, la República de Zubrowka, con una referencia directa a la guerra y al avance del nazismo sobre Europa, hecho que altera el normal funcionamiento de un hotel cuando irrumpen esos aires de totalitarismo en el reino de la camaradería y el buen trato al huésped. No podía estar ausente de este convite maravilloso la presencia de un escritor -Jude Law- que de antemano rompe el mito de la creación constante para dar rienda suelta a ese texto que se va construyendo a medida que recibe de los otros las historias y la información.
Quizás ese es el guiño utilizado por Wes Anderson con aquel espectador afín a su cine no convencional, anti hollywoodense tan saludable y seductor para muchos de los actores que con los ojos cerrados dicen sí cuando son convocados a este viaje incierto en el que pareciera sentirse cada vez más cómodo el director de Tres son multitud ?Rushmore- y del que afortunadamente quedan muchos espacios por descubrir siempre que la frescura y el riesgo estén sentados en las primeras filas.