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    • El día que abracé al Papa: adiós a Francisco, el más humano de los hombres

    • Autor: Jocelyn Dominguez
      Última Actualización: 2025-04-22 - 14:52:00
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    • Dicen que la muerte es apenas un umbral, una puerta hacia otro misterio. Hoy, mientras el mundo despide al Papa Francisco, yo atesoro un recuerdo; el momento en que lo abracé. No a un Papa, no al líder de la Iglesia Católica, no al jefe de Estado del Vaticano. Abracé a Jorge. Al vecino de Flores. Al hombre más humilde que conocí en el lugar más solemne del mundo.
    • Me abrió los brazos con una sonrisa cómplice, como si me hubiera estado esperando toda la vida. Y ahí me fundí en un abrazo que todavía me abriga. Un abrazo cálido, real, de esos que no se olvidan jamás.

      Fue un abrazo sin barreras. Sin oro ni títulos. Ese día de noviembre no era el Papa recibiendo a una periodista. Eramos Jorge y Jocelyn, dos personas unidas por la fe. Fue un abrazo con olor a barrio, a misa de domingo, a sobremesa con café con leche y medialunas. Un abrazo que me dijo todo sin decir nada: Estamos en casa.


      Era el hombre más poderoso del mundo. Líder espiritual de más de mil millones de personas. Pero en ese instante, frente a mí, era simplemente Jorge. El del barrio de Flores, mi vecino. El hincha de San Lorenzo que bromeó con la "mala racha" de mi querido All Boys. El que al ver los alfajores que le llevé desde Argentina, me dijo con picardía: "¿No están aplastados, no?". Y nos reímos. Reímos de verdad. Como dos personas en una esquina de Buenos Aires, hablando con ese acento inconfundible que nos hermanaba.


      Me acuerdo cuando le dije: Me encantó la ceremonia de casamiento que hiciste… quiero que me cases vos. Y él, con ese humor tan nuestro, me guiñó un ojo y me dijo: Apurate nena, que no sé si me queda mucho, eh. Vos vení, que yo te caso. Pero apurate. Sonreimos. Y por un segundo, todo el peso del Vaticano desapareció. Solo quedaba ese instante puro, liviano, eterno.


      Francisco era eso: la risa en medio de la solemnidad, la ternura en la estructura, el abrazo donde otros daban una reverencia. No le gustaban las formas vacías. Le gustaban las personas. Tenía convicciones fuertes, sí, pero el corazón aún más grande. Era un pastor, uno que no se escondía detrás de vitrales ni tronos. El que se subía al papamóvil como si fuera un colectivo por Avenida Rivadavia o el subte de la Línea A hacia Plaza de Mayo. Y el que pedía que hagamos lío, que movamos las estructuras, que no tengamos miedo de amar a lo grande.


      Hay una frase de una canción hermosa, "El Diario de María", que me lo recuerda cada vez que la escucho: El que se reía al mirar el cielo y cuando rezaba se ponía serio. Así era él. La risa en los ojos y la fe en el alma. Un hombre con los pies en la tierra, pero el corazón apuntando al cielo.


      Murió como vivió: con humildad, con coraje, con esperanza. Esperó la Semana Santa, celebró la Pascua y se fue después. Como si hubiese querido esperar a Jesús para irse con Él. Consciente, valiente, sabiendo que la muerte no era el final, sino el principio de esa vida eterna que predicó con el alma entera.


      Hoy el mundo llora, pero yo me aferro a ese abrazo cálido que me sigue sosteniendo. Con ese instante mágico donde todo estaba bien. Y con una certeza: el Papa del fin del mundo llegó al cielo y pienso en lo que nos pidió tantas veces: "Hagan lío".

      Hoy más que nunca, toca honrarlo con eso y rezar por él. Con coraje, con amor, con ternura.

      Porque si algo nos dejó el Papa Francisco, fue la certeza de que la fe no se impone, se abraza.

      Y él… él sabía abrazar como nadie.