Recen por mí: el legado de un alma rebelde y mansa
- Autor: Analia PintoÚltima Actualización: 2025-04-22 - 13:56:00
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- En una tarde cualquiera, un nombre cambió la historia. Un argentino, salido de las calles de Flores, cruzó el mundo para subir al balcón más alto de Roma y pedir, con una humildad desarmante, que rezáramos por él. Esta es una crónica íntima y reverente sobre el legado de Francisco: el Papa que eligió la ternura como bandera, el silencio como grito, y el amor como revolución.
Recuerdo el día como si fuera hoy. Era mediodía en la city porteña, ese núcleo frenético donde laten los intereses financieros. Almorzaba en Templar, un restaurante al paso repleto de corbatas apuradas. Afuera, las corridas; adentro, los comensales estaban hipnotizados viendo la transmisión en vivo del Cónclave.
Entre el barullo, se alcanzó a oír: Habemus Papam. Las miradas se cruzaron con una mezcla de desconcierto y asombro. ¿Dijeron Bergoglio? ¿Un argentino? ¿En serio? El murmullo se apagó en un intento de escucha. Fue un minuto de eternidad. La sorpresa, lo inesperado, lo increíble. No hubo una caravana de autos ni banderas flameando, pero sí lágrimas, desconcierto y un orgullo íntimo y profundo que tiene que ver con el alma.
Un argentino había llegado al corazón de Roma. Y con él, también, otra manera de ser Iglesia.
Una revolución inesperada
Francisco fue una revolución. Y como toda revolución verdadera, incomodó. No solo a los sectores más conservadores del Vaticano, sino también a muchos argentinos que no supieron, no quisieron o no pudieron ver el gesto detrás de la palabra, la acción detrás del símbolo.
Durante su papado, propició la paz, el diálogo interreligioso, interfirió ante guerras, visitó a los necesitados del mundo para expresar su solidaridad, intercedió por los migrantes, por los perseguidos por su fe. Se involucró en cada causa sin calcular el riesgo.
Política y fe: tensiones inevitables
Fue incómodo. Amado por millones y también rechazado por otros tantos.
Recuerdo a más de un dirigente que lo denostó el mismo día de su elección. Hablaron del Santo Padre con la ligereza de quien jamás abrió un Evangelio. Y hoy, esos mismos lo elevan como el mayor referente espiritual de nuestro tiempo. Francisco jamás devolvió el agravio. Respondió con silencio. Y con amor.
Mientras él conducía la Iglesia, Argentina tuvo cuatro presidentes. Quienes más lo criticaron hace doce años intentaron luego apropiarse de su figura, confundiendo el gesto evangélico con la conveniencia política. No lograban —o no querían— entender que Francisco no respondía a intereses partidarios, sino a un legado mucho más antiguo y profundo: el de San Francisco de Asís, el del voto de pobreza, la austeridad, la fraternidad.
Por eso, durante su pontificado, promovió con firmeza la justicia social, la misericordia, la esperanza. Un proyecto que excede cualquier frontera, cualquier gobierno, cualquier coyuntura.
Aun así, todos los presidentes del país —sin importar su color político— tuvieron acceso a él. Porque el Papa no construía muros: tendía puentes. Y siguió haciendo lo que sabía: amar, enseñar, caminar. Fiel no a un partido, sino al pueblo. Fiel al Evangelio.
La visita que nunca fue
Se le reprochó no haber visitado Argentina. Lo criticaron sin contextualizar el uso político que se haría de su presencia, sin entender que el mundo contaba con un Papa multipropósito.
Me gusta pensar que tal vez nunca vino porque entendió que, a veces, el gesto más poderoso es el que no se hace. Tal vez no necesitaba pisar su suelo natal para hablarnos. Nos habló siempre. Nos invitó a no balconear la vida. A salir a las periferias. A vivir la fe como un llamado a la acción. A animarnos a ser discípulos en movimiento. Nos habló desde su prédica misionera, desde sus encíclicas, desde Evangelii Gaudium, donde anima a proclamar el Evangelio con alegría. Porque el Evangelio siempre nos da esperanza y alegría, y hay muchos hombres y mujeres que todavía no lo conocen.
Un verdadero revolucionario
"Recen por mí", dijo desde ese balcón en Roma, con una humildad que desarmó al mundo entero. Ese fue el primer gesto. El primero de muchos. Y quizás el más claro anticipo de lo que sería su pontificado: un pastor que no venía a señalar con el dedo, sino a tender la mano.
Durante doce años al frente de la Iglesia Católica, Francisco no hizo más que confirmar esa primera promesa silenciosa. No vivió en los privilegios de Roma. Rechazó los lujos, la distancia, el mármol frío del poder.
Nos recordó que cada persona tiene derecho a tierra, techo y trabajo. Y también a algo más difícil de nombrar: a la ternura. A una familia. Al amor. Y en esa cuestión de amor dijo lo que pocos se atreven: que ninguna orientación, ninguna diferencia puede excluirnos del abrazo de Dios. Pidió dejar de criminalizar la homosexualidad. Invitó a las familias a no echar a sus hijos de sus casas.
Y aunque para los sectores más conservadores fue un demonio con sotana, para otros fue la única puerta que seguía abierta.
La ternura también puede ser una forma de resistencia.
La fe como puente, no como trinchera
Fue el hombre que entendió que el verdadero poder no está en los aplausos ni en los privilegios, sino en arrodillarse frente al dolor ajeno. Nos dejó un mensaje profundamente humano, un legado inmenso. Nos enseñó a escuchar antes de juzgar. A caminar con el otro, aunque no piense como uno. A amar sin pedir permiso. A pedir perdón.
Dios nunca se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
En un mundo saturado de discursos, eligió el silencio del gesto. Se arrodilló para besar los pies de líderes enfrentados, rogando por la paz. En Myanmar, en Sudán del Sur… su presencia fue testimonio. En tiempos de trincheras, eligió el encuentro. No vino a reafirmar dogmas: vino a abrazar humanidades y se animó a decir que el mundo atraviesa una tercera guerra mundial a pedacitos y que la indiferencia también es una forma de violencia.
El día que el ruido se hizo silencio
Murió Francisco, el Papa. Pero también el hombre que lo gestó. Un hombre que fue consecuente con sus ideas y las llevó a cabo. Un pastor que eligió ser puente, y no muro.
Murió Francisco. Un argentino que llevó en la piel el sur del mundo, y en el alma, el Evangelio.
Y yo, que camino con dudas, con errores y aprendizajes, me animo a escribir estas líneas desde la admiración más sincera, desde ese orgullo íntimo, desde aquel recen por mí que aún me vibra en el pecho.