La Navidad son momentos para entregar al prójimo, para explayarnos en el servicio, en gestos de caridad con el otro, para terminar de derribar muros y reconstruir los puentes con nuestros hermanos.
Un tiempo de misterio y de observación. Es ver a un niño que nace en la más absoluta y desamparada pobreza y entender cómo desde allí, nos enseña lo verdaderamente importante para nuestras vidas.
Sólo la humildad que se transforma en confianza y adoración, puede comprender y acoger la humillación salvífica de Dios”, Juan Pablo II.
Con esa señal de pobreza extrema y de humillación suprema, Jesús nos invita a adoptar un comportamiento sobrio, austero, ejemplar en santidad y equilibrado en su capacidad de entender y vivir lo que es importante, ante una volátil y despiadada sociedad de consumo y placeres, de abundancia y de lujo, de apariencia y narcisismo.
Un tiempo de recapacitación, de renunciamiento a la impiedad y a las riquezas del mundo; de vivir una vida sobria, justa y piadosa -Tt 2,12- practicando empatía, compasión y misericordia, gracias al manantial permanente de la oración.
En un mundo, a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido de la justicia, de búsqueda y puesta en práctica la voluntad de Dios.
Navidad, -indicó Francisco-, es practicar la coherencia cristiana, es decir, pensar, sentir y vivir como cristiano y no pensar como cristiano y vivir como pagano.
Sumémonos, es tiempo de abrirse, de regalar sonrisas francas y de mirar con los ojos del corazón.