Un banco de plaza en parque Lezama ocupa el centro de la puesta de Cecilia Monti -también encargada del vestuario- y detrás un decorado que separa a los personajes con una barranca por la que suben y bajan durante la función. El árbol que puede perder alguna hoja también se lleva un protagonismo importante en la obra, al igual que el sutil manejo de las luces a cargo de Félix Monti -voz más que autorizada en la materia- para marcar estadios y transiciones temporales con tonos agradables a la vista del público.
Así transcurren la mayoría de los encuentros entre León Schwart -Luis Brandoni- y Antonio Cardoso -Eduardo Blanco- en esta adaptación del original del norteamericano Heb Gardner, Yo no soy Rappaport, que también tuviese su versión cinematográfica en 1996 donde la dirección estuvo a cargo del propio Heb Gardner y los roles estelares fueron para Walter Matthau y Ossie Davis -actor afroamericano-.
Si bien el guión adaptado del recientemente galardonado con un Goya por su film animado Metegol, Juan José Campanella, adopta algunos localismos o referencias directas y atinadas de la realidad más próxima, la esencia universal de su bagaje temático permanece intacta: la vejez, la soledad, la invisibilidad de aquellos que no resultan amoldados al sistema, el deterioro de valores, las revanchas personales en los sueños y el paso del tiempo.
La construcción de los personajes -algo desdibujados los personajes circunstanciales- define de antemano las diferencias más que las características en común pero se desarrolla de manera progresiva pasando por diferentes etapas que sintonizan con los cambios sutiles en los colores del fondo. Otoños o primaveras que acercan o alejan a uno del otro, aunque nunca de una manera tajante porque es notoria la dependencia de pares. Sin embargo, esa correspondencia entre ambos obedece a una lógica no de camaradería o amistad potencial sino a la unión de las partes que se complementan tanto de manera conceptual como literal.
El fabulador León que envuelve en sus historias a Cardoso a pesar de la manifiesta desconfianza de este último necesita imperiosamente de su compañía y de su creencia para hacer efectiva su rebeldía ante la gris monotonía de su vida de anciano de 80 años y ese espíritu rebelde se conecta también con su utopía política -militante comunista- para lo cual no existe ya público ni nadie que lo escuche. Antonio Cardoso, en las antípodas, se acomoda en la resignación de aquel boxeador que otrora demostrara valentía pero que con el golpe certero del tiempo besó la lona y al llegar la cuenta a diez no se volvió a levantar.
Las enormes entregas para sus personajes tanto de Brandoni como de Eduardo Blanco, quien sorprende realmente por su caracterización no sólo desde los aspectos físicos visibles sino en la cadencia arrastrada de su voz; en el entrecortado resuello que mezcla la bronca y la angustia y en el afinado sentido de humor para encontrar el retrueque ideal en los pasos de comedia elaborados desde el guión con el tiempo necesario entre un monólogo y otro.
Tampoco se quedan atrás los duelos actorales entre Brandoni y Blanco cuando de remover la fibra sensible del público se trata y de esta manera arrancarle a esa sonrisa apurada su fisonomía complaciente para volverla grave y profunda por las cosas que se ven y que se oyen mientras reciben el espontáneo aplauso antes de que el cuadro se complete. Parque Lezama habla de muchas cosas difíciles sin solemnidad pero también desde los sentimientos más profundos, esos que nunca se pierden aunque el tiempo pase y la vida pese.