Se sabe que las estrictas normas de protocolo, la intensa exposición pública y los fantasmas que suelen rondar este tipo de acontecimientos, habitualmente les juegan una mala pasada a las mujeres que tienen el privilegio de protagonizar una boda real. La tensión se puede vislumbrar en sus rostros y en casi todos sus movimientos, que lucen pensados y calculados al milímetro, y solo cede a medias en algún momento particularmente emotivo o cuando reciben un gesto de apoyo desde sus reales futuros maridos.
Ayer, en la que quizás se pueda calificar como la boda más triste de la historia, Charlene Wittstock mostró al mundo algo mucho más profundo y conmovedor: que la mejor cárcel es la que no se ve. La perplejidad de su rostro, la intensa tristeza de sus ojos, la resignación ante el casi inexistente beso de Alberto y por fin su llanto casi descontrolado en la Iglesia de la Santa Devota de Mónaco ha anunciado al mundo la llegada de una nueva Lady, que en este caso será C en lugar de D.
En un escenario hollywoodense, el centro del patio de honor del Palacio de Mónaco, al cual rodean dos escalinatas semicirculares de puro mármol, Alberto II la esperó engalanado con el uniforme de verano color marfil de los guardias del mencionado Palacio, con solo tres condecoraciones, charreteras y los bordes de las mangas bordados en dorado con hojas de olivos y robles. Charlene Wittstock llegó, cabizbaja y radiante, enfundada en un delicadísimo vestido diseñado por Giogio Armani (para su línea Prive), realizado con 130 metros de seda blanca (off-white duchess silk), de corte sirena y perfecto escote bote (boat-neck collar), acompañado por una cola real desmontable de cinco metros de largo y su correspondiente velo. La ornamentación de la tela, un bordado floral que con perfecta simetría se deslizaba por el frente del vestido, extendiéndose por la falda hacia su cola, y que luego se repetía en el centro y en todo el borde de la cola real, le llevó al equipo de la Casa Armani 800 horas de trabajo, de las 2.500 que se utilizaron para la confección completa del vestido. 40.000 cristales Swarovski, 20.000 madreperlas en forma de lágrimas y 30.000 piedras en tonos de oro fueron utilizados para dar vida a las millones de hojitas y flores que se complementaron perfectamente con la única joya que lució la ahora princesa: un tocado también floral de plata y brillantes que se sujetaba a su rodete. Si bien el escote la favoreció muchísimo al disimular el ancho de su espalda de nadadora olímpica, el peso del bordado y el largo excesivo del vestido y su propia cola, se sumaron al larguísimo velo y a la cola real, que la sudafricana tuvo que cargar desde su media espalda, para dificultarle el paso por momentos y hacer aún más visible su tendencia a clavar la mirada en el suelo. Aferrada a su ramo, también diseñado por Armani en base a orquídeas y rosas petra (flor nacional de Sudáfrica), Charlene solo se animó un poco más hacia el final de la ceremonia y durante la interpretación de un rítmico canto ritual sudafricano.
Desde las primeras filas, la ceremonia religiosa fue seguida por el resto de la familia real en pleno, destacándose la participación de las hijas de Carolina y Estefanía leyendo en el altar. Justamente fue Estefanía, hermana menor de Alberto, quien, fiel a su costado rebelde, rompió el protocolo al no llevar ni sombrero, ni tocado, para acompañar su corto vestido facetado color nude. Carolina, en cambio, lució elegante y protocolar con un vestido Chanel, muy vaporoso, con cierto aire años 20, en un tono rosado muy pálido, y acompañado por una etérea chaqueta transparente y una enorme capelina blanca. Vestida casi del mismo color y por la misma casa de alta costura, su hija Carlota Casiraghi, que impresiona por su parecido físico, eligió un trajecito de chaqueta abotonada al frente con cuello bote y falda tableada, que acompañó con un lazo negro a la cintura y un tocado de diadema con flores bordadas y velo de rejilla en el mismo tono. Por su parte, el resto de las sobrinas y novias de los sobrinos de Alberto lucieron sobrias con vaporosos vestidos cortos de verano en tonos pasteles, a excepción del de raso fucsia que combinó muy mal, con una especie de sombrerito cloche color beige, la novia de Andrea Casiraghi, uno de los hijos varones de la Princesa Carolina.
Los importantes invitados VIP supieron mantener una sobria elegancia y discreción, respetando en general la norma que marca que para una ceremonia diurna de estas características los hombres deben vestir riguroso jaquet y las mujeres vestidos sencillos o taillers jerarquizados con sombreros y demás accesorios. Las que más desentonaron fueron las modelos Inés de la Fressange y Naomi Campbell. La primera debido a una informalidad extrema que la llevó a asociar un lánguido vestido Chanel azul oscuro a un par de sandalias planas tipo ojotas y a un sombrero estilo canotier de ala ancha; y la segunda debido al impactante vestido largo de un solo hombro, de aire oriental, en color verde aguamarina y bordado con grandes flores amarillas, que lució junto a un gran chal haciendo juego y a un fascinator floral en tono nude. El mundo de la moda también aportó la presencia de diseñadores como Roberto Cavalli, Karl Lagerfeld y Giorgio Armani. Este último estuvo acompañado por su altísima sobrina Roberta, que vistió un adherente vestido de su tío y se destacó por la rara forma de su tocado: una especie de cuenco del cual parecían salir rulos de chocolate. Otros tocados que llamaron la atención fueron la enorme rosa con una sola y altiva pluma que llevó la hermosísima Magdalena de Suecia, la gran pamela ladeada de rafia beige de Máxima de Holanda, la bellísima pamela plato con copa quebrada al medio y decorada con flores y plumas de Sophie Rhys-Jones, esposa del príncipe Eduardo de Inglaterra, el elegantísimo sombrero gris de Margarita Vargas y el sombrerito azul porcelana bordado con paillettes y aplicaciones que evocan el hielo que lució Victoria de Suecia haciendo juego con un elegante vestido cocktail de Escada en igual tono, de tul de seda y bordado con el mismo motivo.
Quedaron ya también en el recuerdo el vestido drapeado en tono naranja con detalle de flor en uno de los hombros que lució Máxima, la caída perfecta del diseño Armani, en color violeta, con pequeña capa que eligió Matilde de Bélgica y el vestido gris bordado con piedras de Margarita Vargas, esposa de Luis Alfonso de Borbón.
Pero por sobre todas las cosas, quedó como corolario de este ¿cuento de hadas? la imagen de la triste princesa pensativa, que por momentos pareció ausente de su propia boda, pensando quizás en cómo evitar que la comparen con Grace Kelly, en cuántas veces se tendrá que embarazar hasta tener un hijo varón o, simplemente, pensando en que en esta vida solo vale la pena amar y ser amado con locura.