El camino del héroe es acaso una de las
grandes épicas de la literatura. Desde Homero a J.K Rowling, se han escrito
numerosas obras sobre personajes que han tenido que construir un gran recorrido
para terminar convirtiéndose en héroe.
Pero, ¿qué es un héroe hoy en día, fuera de
la ficción?. Ni los cómics ni el cine pueden definirlo con exactitud.
En un año definido por la batalla entre
Marvel y DC, Clint Eastwood, aquel austero, rústico y galán protagonista de
numerosos westerns, en los que interpretó a los héroes de turno con temple
seca, actitud reacia y poco romántica, no muy distinta a la de su alter ego,
Harry Callahan de la saga Harry, el sucio, nos trae al héroe del siglo XXI.
Vuela, pero no usa capa ni tiene
superpoderes. Tiene dudas sobre sus actos, pero no es Batman. Y aún así, debe
defender sus decisiones y triunfa.
Sully: hazaña en el Hudson, narra la
historia de Chesley Sullenberg, un capitán de línea aérea comercial, que tomó
la decisión de amerizar –descender sobre el mar- un avión con 155 pasajeros ante
la pérdida de las dos turbinas, evitando un desastre. Todas las personas que
viajaban en el U.S. Airways del 15 de enero de 2009 salieron ilesas gracias a
la pericia y experiencia de Sully.
Eastwood, con su pulso narrativo intacto,
el cuidado estético que lo caracteriza, confiando en la expresividad de su
protagonista, convierte a Sully en un film que trasciende la anécdota. Es la
batalla de un caballero contra el sistema y los prejuicios de la sociedad.
Si durante gran parte de su filmografía,
Eastwood ha conseguido que lo llamen el John Ford de nuestros tiempos, hoy se
convierte en Frank Capra.
Si bien la película reproduce, utilizando
un ingenioso uso del punto de vista, el accidente que derivó a que el avión
descienda sobre el Río Hudson en medio del invierno neoyorkino, el conflicto
del film es la batalla legal que el protagonista debe librar ante las
autoridades que confían más en las simulaciones de vuelo –que planteaban que
podría haber regresado al aeropuerto y salir también ilesos- que en el ojo y la
experiencia del hombre.
Eastwood se ahorra caer en demagogia
sentimentalista, evitando un encuentro entre Sully – Hanks- y su esposa – Laura
Linney, en su tercera colaboración con el director- que le brinda apoyo
emocional vía telefónica. El realizador es inteligente y en poco más de 90
minutos –será acaso la obra más breve del director de Los imperdonables-
sintetiza un momento, un instante, una vida, y le otorga a cada flashback la
relevancia suficiente para demostrar por qué el protagonista tomó la decisión
que tomó.
Dicen que el héroe moderno es aquel que
tiene dudas, es inseguro, que desconfía de sus propios instintos, que puede
fallar. Eastwood lo aplica con manual en la mano, pero no lo denota. La solidez
de la interpretación de Hanks, que con una mirada dice aquello que miles de
intérpretes no pueden expresar, son un componente fundamental para entender la
fuerza del personaje, su integridad e inteligencia.
Todo el film deriva a un estudio sobre el
punto de vista, y como se varía, dependiendo del ojo que esté mirando.
En el final, como ya decíamos, Eastwood,
sin sobredramatismo, ni excesos emocionales se vuelve Frank Capra, y reproduce
con inteligencia el desenlace de Caballero sin espada, aquella obra maestra de
1939, en la que el director juzgaba al sistema, pero al mismo tiempo demostraba
su eficacia y optimismo.
Eastwood es el último director clásico
que queda. Aunque sus protagonistas sean modernos, su modo de narrar reproduce
el espíritu de la Edad dorada de Hollywood.
Un maestro que no se hace notar, pero
cuyo ojo está presente en todo el recorrido del film –prestar atención a como
lo vigila al protagonista desde el afiche de Gran Torino- y que al igual que
Chesley Sullenberg, entiende como aterrizar a puro ojo, el viejo Clint sabe de
que manera llevar al espectador al clímax de una historia.