En Un mundo conectado, el protagonista, Qohen Leth, interpretado por Christoph Waltz espera en una antigua capilla, perteneciente a unos monjes, que suene un viejo teléfono como quien anhela que del otro lado aparezca una voz salvadora capaz de rebelarle el sentido del ser ?¿el mesías?- y que lo aleje de la mustia vida que lleva. Su trabajo no puede ser más rutinario, salvo por el hecho de que su misión es la resolución fáctica de un teorema matemático para lo cual una compañía liderada por Matt Damon obliga a que se queme las pestañas.
Pese a su insistencia de padecer alguna enfermedad, un grupo de excéntricos facultativos opina distinto. Su supervisor Joby ?David Thewlis- tampoco responde a sus demandas, pero para animarlo aparece una mujer en la piel de la francesa Mélanie Thierry, con quien Qohen Leth comenzará a ver su mundo de manera diferente.
Más allá de las virtudes del norteamericano en la puesta en escena y su auténtico estilo marcado desde el punto de vista cinematográfico y visual, con angulaciones extremas de cámara y uso de teleobjetivos que deforman la imagen como si se tratara de una alucinación, el relato propone como mensaje, despojado de la carga irónica habitual, la apuesta al contacto o a la conexión con el otro para romper la inercia del automatismo o esa falsa sensación de comunicación que permite la virtualidad.
En ese sentido como una prolongación de aquel conflicto primario que atravesaba el universo burocrático y tecnocrático de la legendaria Brazil, cuyo único escape era la imaginación, el nuevo opus del director de 12 monos propone recuperar el sentido de la vida o de la existencia volviendo a los orígenes, por lo que se desprende en esa actitud un profundo sentido humanista, que encuentra coherencia en toda su filmografía a pesar de la crítica a los sociales sistemas alienantes como el capitalismo o el cinismo retroalimentado frente a determinadas doctrinas salvadoras del hombre, como la religión.