Elisabeth Noelle-Neumann ha estudiado la opinión pública como una forma de control social, donde los individuos adaptan su comportamiento a las actitudes predominantes sobre lo que es aceptable y lo que no en la sociedad.
La opinión pública es para esta autora, la piel que da cohesión a la sociedad que amenaza con el aislamiento a los individuos que expresan posiciones contrarias a las asumidas como mayoritarias, de tal forma que el comportamiento del público está influido por la percepción que se tiene del clima de opinión dominante que decanta las tendencias hacia una determinada opción y deja de lado las que se oponen.
Sin embargo existen en toda sociedad un ?núcleo duro? de opinion minoritaria, gana adeptos cuando las opiniones mayoritarias, acomodadas en el número, no encuentran tesis para defender sus afirmaciones ya masificadas.
En esta disyuntiva la principal fuente de información serán los medios de comunicación y estos definirían el clima de opinión sobre los asuntos de que se trate.
Este fenómeno se asocia a la creciente imposición de la ola de miedo y silencio en los ámbitos científico-educativos se acentuó en Argentina hace un cuarto de siglo, durante el Menemismo, se intensificó a posteriori durante el Kirchnerismo, y se derramó desde ahí hacia el resto del sistema en un largo proceso daño a la sociedad argentina medido en términos monetarios supera largamente a la totalidad de la deuda externa.
Efectivamente, el miedo al aislamiento social en la convivencia con los colegas docentes y la necesidad de pertenecer a una camarilla se agravó en los ámbitos académicos a partir la caída de Alfonsín -1989-. Seis años después, en 1995, este miedo se profundizó con la promulgación de la Ley de Educación Superior -LES-, que admitió el arancelamiento y restringió la autonomía universitaria, y con la imposición por decretos de necesidad y urgencia -1995-1996- de un arsenal burocrático inspirado por el Banco Mundial, y atentatorio del principio de autonomía universitaria.
Este principio, conocido como doctrina reformista, garantizaba la independencia del saber respecto del estado, y fue consagrado hace un siglo y medio en la Ley Avellaneda -1885-. Dicha doctrina, aunque no logró acabar con deformaciones --como la endogamia docente y la departamentalización postergada y con la valoración en los concursos de la antigüedad en desmedro del mérito -Gaviola, 1931- fue violentamente interrumpido solo por dictaduras militares a partir de septiembre de 1930, y por regímenes bonapartistas a partir de junio de 1943.
Entre esas medidas burocratizantes y contra-reformistas introducidas por el Menemismo y nunca derogadas descolló la instauración en todas las universidades de la categoría del docente-investigador, que fragmentó la comunidad educativa en dos compartimentos falsamente disociados, los docentes que investigan por un lado y los que meramente repiten lo conocido por el otro, cuando en principio el docente universitario por el solo hecho de serlo debe estar moralmente obligado a investigar.
Por ello, un docente no puede ni debe ser inducido a investigar mediante estímulos materiales previos a la real y efectiva producción intelectual, pues en su lugar existen combinaciones de estímulos simbólicos y materiales mucho más exitosos, donde el esfuerzo realizado se premia con posterioridad -Nobel, Cervantes, Konex, etc.-.
La nueva categoría del docente-investigador burocratizó la conciencia moral e intelectual de nuestros docentes, pues vino a aceitar la producción académica con incentivos salariales deshonrosos que estimularon un combo explosivo de egoísmo, miedo y codicia que acabó con la solidaridad y el espíritu de equipo, y sembró entre los investigadores una competitividad salvaje y una creciente pérdida de personalidad y de libertad.