No es casual que para el título de esta obra teatral la palabra Pollerapantalón se despoje de la letra y porque la identidad y la autonomía en esta pareja de hermanos pareciera no existir por lo menos desde un comienzo en el que la simbiosis entre Leonor y Manuel se fortalece desde la contención mutua para sobrellevar la inminente muerte de su madre o al menos transitar juntos el duelo de la pérdida, sin posibilidades de fuga hacia el espacio exterior.
En realidad, y más allá de las lecturas psicológicas que puedan hacerse de este texto meticuloso escrito por Lucas Lagré que procura describir a partir de una situación límite los rasgos de una mujer fálica, se puede aventurar que estamos en presencia de una obra que nos habla también de los encierros, tanto materiales o físicos como simbólicos. Es ese encierro invisible de los roles sociales el que se desplaza sutilmente en este extraño y perverso juego en el que los protagonistas van intercambiando la ropa para ponerse, por decirlo de alguna manera, distintas máscaras como la de hijos; la de hermanos; la de acompañantes de una moribunda y finalmente la máscara que más se adhiere a la piel y lastima: la masculinidad y la femineidad.
En ese intercambio la que se pone los pantalones y se adueña de la situación es Leonor y su esquizoide percepción de su hermano Manuel que bajo su mirada se transformará paulatinamente en Manuela bajo el pretexto de borrar todo rasgo de hombre para no quedar infectado por esa enfermedad que sólo ataca afuera a los hombres por ser poseedores de lo que ella carece, que no es otra cosa que el falo. La amenaza latente en el afuera resignifica el encierro adentro de una casa definida desde la puesta en escena con dos elementos concretos como una puerta y una silla.
La puerta que abre y cierra también comunica con la fantasía de lo que puede encontrarse del otro lado, pero esa fantasía arrastra los miedos de la muerte o de la enfermedad, que poco a poco va encontrando desde el discurso sus formas de manifestación con los olores o las imágenes que se transmiten cargadas de angustia en los pequeños pero intensos monólogos de Bárbara y Manuel.
El fuera de campo visual lo constituye el sonido referencial en sintonía con la psicología de cada uno de los personajes: de ahí un abrumador y aliviador sonido del mar para escapar del ahogo de esa casa donde el calor es tan agobiante como el olor a pis y la interferencia que irrumpe en medio de la verborragia de las palabras refleja la voz de la psiquis quebrada en busca de una armonía que jamás llega. Ambos actores generan en el público empatía desde sus torturadas almas y desde lo gestual logran atravesar por diferentes barreras expresivas, con momentos álgidos donde la entrega es total y la catarsis también.
Puede vislumbrarse el fantasma de Edipo al aparecer la figura paterna distorsionada; la ruptura con la realidad desde la huida mística o culposa también dice presente en Pollerapantalón desde el texto y encarnada con solvencia por Bárbara Massó para que Lucas Lagré desde un personaje silente exprese sin palabras el sopor de no ser; el dolor de mirar para no ver pero siempre con los ojos puestos en el afuera y no en el adentro.